“Al cabo de un siglo de
extraordinario progreso, pero también de terribles tragedias humanas, la
proclamación de Jesucristo —el mismo ayer, hoy y siempre (cf. Hb 13,
8)— no es sólo un deber de obediencia al mandato evangélico, sino también el
único modo seguro de responder a la urgente necesidad de discernimiento moral y
espiritual, sin el cual las personas y el mismo orden social se ven afectados
por la arbitrariedad y la confusión.”
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