No se
puede pasar por alto, además, el vicio de la corrupción, que socava
el desarrollo social y político de tantos pueblos. Es un fenómeno creciente que
va penetrando insidiosamente en muchos sectores de la sociedad, burlándose de
la ley e ignorando las normas de justicia y de verdad. La corrupción es difícil
de contrarrestar, porque adopta múltiples formas; sofocada en un área, rebrota
a veces en otra. El hecho mismo de denunciarla requiere valor. Para erradicarla
se necesita además, junto con la voluntad tenaz de las Autoridades, la
colaboración generosa de todos los ciudadanos, sostenidos por una fuerte
conciencia moral.
Una gran
responsabilidad en esta batalla recae sobre las personas que tienen cargos
públicos. Es cometido suyo empeñarse en una ecuánime aplicación de la ley y en
la transparencia de todos los actos de la administración pública. El Estado, al
servicio de los ciudadanos, es el gestor de los bienes del pueblo, que debe
administrar en vista del bien común. El buen gobierno requiere el control
puntual y la corrección plena de todas las transacciones
económicas y financieras. De ninguna manera se puede permitir que los recursos
destinados al bien público sirvan a otros intereses de carácter privado o
incluso criminal.
El uso fraudulento del dinero público penaliza sobre todo a los pobres,
que son los primeros en sufrir la privación de los servicios básicos
indispensables para el desarrollo de la persona. Cuando la corrupción se introduce
en la administración de la justicia, son también los pobres los que han de
soportar con mayor rigor las consecuencias: retrasos, ineficiencia, carencias
estructurales, ausencia de una defensa adecuada. Con frecuencia no les queda
otra solución que padecer la tropelía.
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