Durante estos días, en las semanas de Adviento, toda la Iglesia se abre hacia Aquel que debe venir: Regem venturum Dominum, venite adoremus. Sabemos que es un Rey admirable… Sabemos también que este Rey, al que nos dirigimos durante el Adviento con toda la fuerza de nuestra fe y de la esperanza, vendrá al mundo y carecerá de casa, teniendo como primer lugar de refugio un establo destinado a los animales. Y, en el curso de este período litúrgico, nos preparamos precisamente para acoger con tanta mayor ferviente espera y con tanto mayor amor al que viene ―humanamente hablando― en este abajamiento: hacemos esto para comenzar de nuevo junto con Él, en la noche de Navidad, en la admirable noche del "comienzo nuevo", la etapa ulterior de nuestra vida.
Así espera la
Iglesia al que debe venir. No es una espera pasiva. El Adviento es el tiempo de
una cooperación especial, en el Espíritu de la esperanza humilde y gozosa, con
ese Verbo de Vida, que pronuncia Dios eternamente, y que pronuncia, siempre de
nuevo, para cada uno de los hombres, para cada generación, para cada época.
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