“Se puede decir, pues, que la conciencia da testimonio de la
rectitud o maldad del hombre al hombre mismo, pero a la vez y antes aún, es testimonio de Dios mismo, cuya voz
y cuyo juicio penetran la intimidad del hombre hasta las raíces de su alma,
invitándolo «fortiter et suaviter» a la obediencia: «La conciencia moral no
encierra al hombre en una soledad infranqueable e impenetrable, sino que lo
abre a la llamada, a la voz de Dios. En esto, y no en otra cosa, reside todo el
misterio y dignidad de la conciencia moral: en ser el lugar, el espacio santo
donde Dios habla al hombre» 104.”
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