Según el
Evangelio, la libertad debe apoyarse sobre el cimiento granítico de la
verdad. No todo lo que es posible materialmente resulta también lícito
moralmente. La libertad moral no es la facultad de hacer lo que se quiera, sino
la capacidad que tiene el ser humano de realizar, sin constricciones, lo
que corresponde a su vocación de hijo de Dios, hecho a imagen de su
Creador.
El hombre,
por consiguiente, no es verdaderamente libre cuando se aparta de las exigencias
profundas e inmutables de su naturaleza. Fuera de esta verdad, acabaría por ser
prisionero de sus peores instintos, esclavo del pecado (cf. Jn 8,
34), y sus éxitos, tanto personales como sociales, no serían más que desastres,
como por desgracia la experiencia demuestra ampliamente.
Pero
¿puede la persona conocer con certeza esa verdad suya? Ésta es, tal vez,
la pregunta crucial de nuestro tiempo, tan imbuido de
relativismo y escepticismo.
La Iglesia
cree en la fuerza de la razón que, «aunque a consecuencia del pecado esté
parcialmente oscurecida y debilitada» (Gaudium
et spes, 15), nos hace de alguna manera, «partícipes de la luz de la
inteligencia divina» (ib.) y, mediante la conciencia, nos orienta sin
cesar a la verdad moral. Así pues, lejos de oponerse a la fe, la razón
encuentra precisamente en ella un apoyo, una confirmación y una profundización,
pues Jesús, el Verbo encarnado, no sólo revela Dios al hombre, sino que también
manifiesta plenamente el hombre al propio hombre (cf. ib., 22).
Cristo es el Redentor del hombre, el «libertador» de su libertad (Veritatis
splendor, 86).
(Del Ángelusdel Papa Juan Pablo II del 17 de diciembre de 1993)
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