«Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia la
vida eterna?». La pregunta moral, a la que responde Cristo, no
puede prescindir del problema de la libertad, es más, lo considera
central, porque no existe moral sin libertad: «El hombre puede convertirse
al bien sólo en la libertad» 56. Pero, ¿qué libertad? El Concilio
—frente a aquellos contemporáneos nuestros que «tanto defienden» la libertad y
que la «buscan ardientemente», pero que «a menudo la cultivan de mala manera,
como si fuera lícito todo con tal de que guste, incluso el mal»—, presenta
la verdadera libertad: «La verdadera libertad es signo eminente de la
imagen divina en el hombre. Pues quiso Dios "dejar al hombre en manos de
su propia decisión" (cf. Si 15, 14), de modo que busque sin
coacciones a su Creador y, adhiriéndose a él, llegue libremente a la plena y
feliz perfección» 57. Si existe el derecho de ser respetados en el
propio camino de búsqueda de la verdad, existe aún antes la obligación moral,
grave para cada uno, de buscar la verdad y de seguirla una vez conocida 58. En este sentido el cardenal J. H. Newman,
gran defensor de los derechos de la conciencia, afirmaba con decisión: «La
conciencia tiene unos derechos porque tiene unos deberes» 59.
(Papa Juan Pablo II Carta Encíclica Veritatis Splendor)
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