“… el pecado original, aún cuando borrado por el bautismo, deja normalmente en lo íntimo del hombre un desorden que se supera, una propensión al pecado que se frena con el esfuerzo humano, además de con la gracia del Señor (cf. Conc. Trid. Decretum de iustificatione, cap. 10; Denz.-Schön, n. 1535). El mismo sacramento de la reconciliación, aún ofreciendo el perdón de las culpas, no elimina completamente la dificultad que el creyente encuentra en la realización de la ley grabada en el corazón del hombre y perfeccionada por la Revelación: esta ley, aún cuando está interiorizada por el don del Espíritu Santo, deja, de ordinario, la posibilidad de pecado y más aún, cierta inclinación a él (cf. Conc. Trid. Decretum de iustificatione, cap. 11; Denz.–Schön, núms. 1536; 1568-1573). Por consiguiente, la vida humana y cristiana se manifiesta siempre como una "lucha" contra el mal (cf. Conc. Vat. II, Gaudium et spes, núms. 13, 15). Se requiere, pues, un serio esfuerzo ascético para que el fiel se haga cada vez más capaz de amar a Dios y al prójimo, en sintonía coherente con la propia condición de renacido en Cristo.”
(Juan Pablo II Audiencia General 7 de marzo de 1984)
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