Evidentemente toca a la
ciencia bíblica y a sus métodos hermenéuticos establecer la distinción entre lo
que es caduco y lo que debe conservar siempre su valor. Pero es ésta una
operación que requiere sensibilidad aguda en extremo no sólo en el plano
científico y teológico, sino también y sobre todo en el plano eclesial y de la
vida.
Dos consecuencias se desprenden de todo ello,
diferentes y complementarias a un tiempo.
La primera se refiere al
gran valor de las culturas; si en la historia bíblica éstas ya fueron
consideradas capaces de ser vehículos de la Palabra de Dios, es porque en ellas
está inserto algo muy positivo que es ya presencia en germen del Logos divino.
Del mismo modo, el anuncio de la Iglesia no teme servirse en la actualidad de
expresiones culturales contemporáneas; así que a causa de cierta analogía con
la humanidad de Cristo, aquéllas están llamadas, por así decir, a participar de
la dignidad del mismo Verbo divino.
Pero hay que añadir en
segundo lugar que del mismo modo se ve aflorar el carácter puramente
instrumental de las culturas, sometidas siempre a fuertes cambios bajo la
influencia de una evolución histórica muy marcada: "Sécase la hierba,
marchítase la flor, cuando sobre ellas pasa el soplo de Yavé" (Is 40,
8). Determinar con precisión las relaciones existentes entre las variaciones de
la cultura y la constante de la revelación es cabalmente la tarea ardua y a la mas
entusiasmarte de los estudios bíblicos y de toda la vida de la Iglesia.
(del discurso
de Juan Pablo II a la Asamblea plenaria de la Pontifica Comisión Bíblica – 26 de
abril de 1979)