Todo el Adviento permanece en la perspectiva
del nacimiento. Sobre todo de ese nacimiento en Belén que representa
el punto culminante de la historia de la salvación. Desde el momento de ese
nacimiento, la espera se transforma en realidad. El "ven" del
Adviento se encuentra con el "ecce adsum" de Belén.
Sin embargo,
esta primera perspectiva del nacimiento se
transforma en una ulterior. El Adviento nos prepara no sólo al
nacimiento de Dios que se hace hombre. Prepara también al hombre a su propio nacimiento de Dios. Efectivamente,
el hombre debe nacer constantemente de Dios. Su aspiración a la verdad, al
bien, a lo bello, al absoluto se realiza en este nacimiento. Cuando llegue la
noche de Belén y luego el día de Navidad, la Iglesia dirá ante el recién
Nacido, que, como todo recién nacido, demuestra la debilidad y la
insignificancia: "A cuantos le recibieron dioles
poder de venir a ser hijos de Dios" (Jn 1,
12). El Adviento prepara al hombre a este "poder": a su propio
nacimiento de Dios. Este nacimiento es nuestra vocación. Es nuestra heredad en
Cristo. El nacimiento que dura y se renueva. El hombre debe nacer de
Dios siempre de nuevo en Cristo; debe renacer
de Dios.
(San
Juan Pablo II Homilia en la Misa para los universitarios romanos –19 de
diciembre de 1980)