jueves, 2 de mayo de 2024

Valorar las tradiciones de cada Iglesia

 

Cada tradición debe valorar y amar a las otras. El ojo no puede decir a la mano «no tengo necesidad de ti»; porque si todos fueran un órgano único, ¿existiría el cuerpo? (cf. 1 Cor 12, 19-21). La Iglesia es el Cuerpo de Cristo, y las diferentes partes del cuerpo están dedicadas a servir al bien del todo, y a colaborar con cada una de las otras para tal fin.

Cada tradición individual debe prestar contribución peculiar al bien del conjunto. La comprensión de la fe de cada una se profundiza a través de las obras de los Padres y escritores espirituales de las otras; a través de riquezas teológicas transparentadas en la liturgia de las demás, tal y como se han ido desarrollando durante siglos bajo la guía del Espíritu Santo y de la autoridad eclesiástica legítima; y a través de los modos de vivir los otros la fe que han recibido de los Apóstoles. Cada una puede encontrar estímulo en los ejemplos de celo, fidelidad y santidad que les presenta la historia de las otras.

El Concilio Vaticano II declaró que «conocer, venerar, conservar y favorecer el riquísimo patrimonio litúrgico y espiritual de las Iglesias orientales es de la máxima importancia para conservar fielmente la plenitud de la tradición cristiana» (Unitatis redintegratio, 15). El Concilio declaró también que «todo este patrimonio (de las Iglesias orientales) espiritual y litúrgico, disciplinar y teológico, en sus diversas tradicio­nes, pertenece a la plena catolicidad y apostolicidad de la Iglesia» (ib., 17).

Yo quisiera que cada miembro de la Iglesia católica estimara la propia tradición. «Es deseo de la Iglesia católica que las tradiciones de cada Iglesia particular o rito se conserven y mantengan íntegras, a la vez que adaptan su propia forma de vida a las diferentes circunstancias de tiempo y lugar» (Orientalium Ecclesiarum, 2). Vosotros y las Iglesias que presi­dís deberíais guardar de común acuerdo la propia herencia y transmi­tirla en toda su integridad a las generaciones futuras.

(deldiscurso de Juan Pablo II a los Obispos de Rito Bizantino de Estados Unidos envisita “Ad limina Apostolorum” el 23 de noviembre de 1978)

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