Cada tradición debe
valorar y amar a las otras. El ojo no puede decir a la mano «no tengo necesidad
de ti»; porque si todos fueran un órgano único, ¿existiría el cuerpo?
(cf. 1 Cor 12, 19-21). La Iglesia es el Cuerpo de Cristo, y
las diferentes partes del cuerpo están dedicadas a servir al bien del todo, y a
colaborar con cada una de las otras para tal fin.
Cada tradición individual debe prestar
contribución peculiar al bien del conjunto. La comprensión de la fe de cada una
se profundiza a través de las obras de los Padres y escritores espirituales de
las otras; a través de riquezas teológicas transparentadas en la liturgia de
las demás, tal y como se han ido desarrollando durante siglos bajo la guía del
Espíritu Santo y de la autoridad eclesiástica legítima; y a través de los modos
de vivir los otros la fe que han recibido de los Apóstoles. Cada una puede
encontrar estímulo en los ejemplos de celo, fidelidad y santidad que les
presenta la historia de las otras.
El Concilio Vaticano II declaró que «conocer,
venerar, conservar y favorecer el riquísimo patrimonio litúrgico y espiritual
de las Iglesias orientales es de la máxima importancia para conservar fielmente
la plenitud de la tradición cristiana» (Unitatis redintegratio, 15). El Concilio
declaró también que «todo este patrimonio (de las Iglesias orientales)
espiritual y litúrgico, disciplinar y teológico, en sus diversas tradiciones,
pertenece a la plena catolicidad y apostolicidad de la Iglesia» (ib.,
17).
Yo
quisiera que cada miembro de la Iglesia católica estimara la propia tradición.
«Es deseo de la Iglesia católica que las tradiciones de cada Iglesia particular
o rito se conserven y mantengan íntegras, a la vez que adaptan su propia forma
de vida a las diferentes circunstancias de tiempo y lugar» (Orientalium Ecclesiarum, 2). Vosotros y las Iglesias que presidís deberíais guardar
de común acuerdo la propia herencia y transmitirla en toda su integridad a las
generaciones futuras.
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