La vocación religiosa es
un gran problema de la Iglesia de nuestro tiempo. Precisamente por esto es
necesario, ante todo, reafirmar con fuerza que ella pertenece a la plenitud
espiritual que el mismo Espíritu —espíritu de Cristo— suscita y forja en el
Pueblo de Dios. Sin las Órdenes religiosas, sin la "vida consagrada",
por medio de los votos de castidad, pobreza y obediencia, la Iglesia no sería
en plenitud ella misma. Los religiosos, en efecto, "con la misma
naturaleza de su ser, se sitúan dentro del dinamismo de la Iglesia, sedienta de
lo Absoluto de Dios, llamada a la santidad. Ellos son testigos de esta
santidad. Encarnan a la Iglesia en cuanto deseosa de entregarse al radicalismo
de las bienaventuranzas. Con su vida son signo de la total disponibilidad para
con Dios, para con la Iglesia y para con los hermanos" (Evangelii nuntiandi, 69). Aceptando este
axioma, debemos preguntarnos, con toda perspicacia, cómo debe
ser ayudada hoy la vocación religiosa para tomar conciencia de sí misma y para
madurar cómo debe "funcionar" la vida religiosa en
el conjunto de la vida de la Iglesia contemporánea. Siempre estamos buscando —y
con toda razón— una respuesta a esta pregunta. La encontramos:
a) en las enseñanzas del Concilio Vaticano II;
b) en la Exhortación Evangelii nuntiandi;
c) en las numerosas declaraciones de los
Pontífices, de los Sínodos y de las Conferencias Episcopales.
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