¿Cómo no
hemos de pensar en la persistente difusión de la indiferencia
religiosa y del ateismo en
sus más diversas formas, particularmente en aquella —hoy quizás más difundida—
del secularismo? Embriagado por
las prodigiosas conquistas de un irrefrenable desarrollo científico-técnico, y
fascinado sobre todo por la más antigua y siempre nueva tentación de querer
llegar a ser como Dios (cf. Gn 3,
5) mediante el uso de una libertad sin límites, el hombre arranca las raíces
religiosas que están en su corazón: se olvida de Dios, lo considera sin
significado para su propia existencia, lo rechaza poniéndose a adorar los más
diversos «ídolos».
(…)
Y sin
embargo la aspiración y la necesidad de
lo religioso no pueden ser suprimidos totalmente. La conciencia de
cada hombre, cuando tiene el coraje de afrontar los interrogantes más graves de
la existencia humana, y en particular el del sentido de la vida, del
sufrimiento y de la muerte, no puede dejar de hacer propia aquella palabra de
verdad proclamada a voces por San Agustín: «Nos has hecho, Señor, para Ti, y
nuestro corazón está inquieto hasta que no descansa en Ti»[9]. Así también, el mundo actual testifica,
siempre de manera más amplia y viva, la apertura a una visión espiritual y
trascendente de la vida, el despertar de una búsqueda religiosa, el retorno al
sentido de lo sacro y a la oración, la voluntad de ser libres en el invocar el
Nombre del Señor.
(Papa JuanPablo II Exhortación apostólica Christifidelis Laici)
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