En todos los niveles,
nacional e internacional, y por parte de todos los grupos sociales, de todos
los sistemas, las realidades nuevas exigen aptitudes nuevas. La denuncia
unilateral del otro y el fácil pretexto de las ideologías ajenas, fueren cuales
fueren, son coartadas cada vez más irrisorias. Si la humanidad quiere controlar
una evolución que se le escapa de la mano, si quiere sustraerse a la tentación
materialista que gana terreno en una huida hacia adelante desesperada, si
quiere asegurar el desarrollo auténtico a los hombres y a los pueblos, debe
revisar radicalmente los conceptos de progreso, que bajo sus diversos nombres,
han dejado atrofiar los valores espirituales.
La Iglesia ofrece su
ayuda. Ella no teme denunciar con fuerza los ataques a la dignidad humana. Pero
reserva lo esencial de sus energías para ayudar a los hombres y grupos humanos,
a los empresarios y trabajadores para que tomen conciencia de las inmensas
reservas de bondad que llevan dentro, que ellos han hecho ya fructificar en su
historia y que hoy deben dar frutos nuevos.
(Juan Pablo II en su
discurso a los trabajadores de Monterrey,México, 31 de enero de 1979)
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