“En mi primera encíclica, Redemptor hominis, escribí: "La Iglesia no puede abandonar al hombre, cuya "suerte", es decir, la elección, la llamada, el nacimiento y la muerte, la salvación o la perdición, están tan estrecha e indisolublemente unidos a Cristo. (...) Este hombre es el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión; él es el camino primero y fundamental de la Iglesia, camino trazado por Cristo mismo, camino que inmutablemente conduce a través del misterio de la encarnación y de la redención" (n. 14).”
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