Siguiendo la tradición incesante de la Iglesia, ya desde mi primera Encíclica (Redemptor hominis, 20) y luego muy frecuentemente he insistido no sólo sobre el deber de la absolución personal, sino también sobre el derecho que tiene cada uno de los pecadores a ser acogido y llegar a él en su originalidad insustituible e irrepetible. Nada hay tan personal e indelegable como la responsabilidad de la culpa. Y nada hay tan personal e indelegable como el arrepentimiento y la espera y la invocación de la misericordia de Dios. Por lo demás, cada uno de los sacramentos no se dirige a una generalidad de personas, sino a una persona en singular: "Yo te bautizo", se dice para el bautismo; "Recibe por esta señal el don del Espíritu Santo", se afirma en la confirmación, etc. En la misma lógica está el "Yo te absuelvo de tus pecados".” (de la Audiencia general del Papa Juan Pablo II Miércoles 28 de marzo de 1984)
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