Con el pecado quebrantó la amistad con Dios, y se encontró
solo y desesperado, porque su destino no puede cumplirse fuera de esta amistad.
Por esto aspira a la reconciliación, aún siendo incapaz de realizarla por sí.
Efectivamente, con solas sus fuerzas no puede purificar el propio corazón,
librarse del peso del pecado, abrirse al calor vivificante del amor de Dios.
El "alegre anuncio" que la fe nos trae es precisamente éste: Dios, en su bondad, ha salido al encuentro del hombre. Ha obrado, de una vez para siempre, la reconciliación de la humanidad consigo mismo, perdonando las culpas y creando en Cristo un hombre nuevo, puro y santo. San Pablo subraya la soberanía de esta acción divina cuando, al hablar de la nueva creación, declara: "Todo esto viene de Dios, que por medio de Cristo nos reconcilió consigo" (2 Cor 5, 18). Y añade: "Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuentas de sus pecados" (5, 19). Por lo cual, el Apóstol, con la conciencia de haber recibido de Dios el ministerio de la reconciliación, concluye con la exhortación apasionada: "Dejaos reconciliar con Dios" (5, 20
(de la Audiencia General de Juan Pablo II 13 de abril de1983)
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