En
los últimos decenios, la pérdida del sentido de Dios ha coincidido con el
avance de una cultura nihilista que empobrece el sentido de la existencia
humana y, en el campo ético, relativiza incluso los valores fundamentales de la
familia y del respeto a la vida. Con frecuencia, todo esto no se realiza de
modo llamativo, sino con la sutil metodología de la indiferencia, que lleva a
considerar normales todos los comportamientos, de modo que no surja ningún
problema moral.
Paradójicamente, se exige que el Estado reconozca como "derechos" muchos comportamientos que atentan contra la vida humana, sobre todo contra la más débil e indefensa. Por no hablar de las enormes dificultades que existen para aceptar a los demás cuando son diversos, incómodos, extranjeros, enfermos o minusválidos. Precisamente el rechazo cada vez más fuerte de los demás, en cuanto diferentes, plantea un interrogante a nuestra conciencia de creyentes. Como afirmé en la encíclica Evangelium vitae: "Estamos frente a una realidad más amplia, que se puede considerar como una verdadera y auténtica estructura de pecado, caracterizada por la difusión de una cultura contraria a la solidaridad, que en muchos casos se configura como verdadera cultura de muerte" (n. 12).
(De la Audiencia General del Papa Juan Pablo II del 15
de diciembre de 1999)
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