“En realidad, la
democracia no puede mitificarse convirtiéndola en un sustitutivo de la
moralidad o en una panacea de la inmoralidad. Fundamentalmente, es un «
ordenamiento » y, como tal, un instrumento y no un fin. Su carácter « moral »
no es automático, sino que depende de su conformidad con la ley moral a la que,
como cualquier otro comportamiento humano, debe someterse; esto es, depende de
la moralidad de los fines que persigue y de los medios de que se sirve. Si hoy
se percibe un consenso casi universal sobre el valor de la democracia, esto se
considera un positivo « signo de los tiempos », como también el Magisterio de
la Iglesia ha puesto de relieve varias veces. 88 Pero el valor de la democracia
se mantiene o cae con los valores que encarna y promueve: fundamentales e
imprescindibles son ciertamente la dignidad de cada persona humana, el respeto
de sus derechos inviolables e inalienables, así como considerar el « bien común
» como fin y criterio regulador de la vida política.”
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