“La formación
permanente del sacerdote es un modo de mantener vivo en nosotros el don y el
misterio de nuestra vocación. Don que nos supera infinitamente y misterio
de la elección divina: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he
elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que
vuestro fruto permanezca » (Jn 15, 16). Debemos dar gracias a Dios por
el don de nuestra vocación, y expresar esta gratitud con nuestro servicio
ministerial que, concretamente, es entrega diaria de nuestra vida. En la base y
en el centro de todo está nuestra eucaristía, la misa diaria, que es el
momento más importante de cada jornada nuestra y el centro de nuestra vida,
porque, celebrándola, nos adentramos en el corazón del misterio de la
salvación, donde se enraíza nuestro sacerdocio y se alimenta nuestro servicio
ministerial.”
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