La Iglesia profesa su fe en el Espíritu Santo que
es « Señor y dador de vida ». Así lo profesa el Símbolo de la
Fe, llamado nicenoconstantinopolitano por el nombre de los dos Concilios —Nicea
(a. 325) y Constantinopla (a. 381)—, en los que fue formulado o promulgado. En
ellos se añade también que el Espíritu Santo « habló por los profetas ». Son
palabras que la Iglesia recibe de la fuente misma de su fe, Jesucristo. En
efecto, según el Evangelio de Juan, el Espíritu Santo nos es dado con la nueva
vida, como anuncia y promete Jesús el día grande de la fiesta de los
Tabernáculos: « " Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que cree en
mí ", como dice la Escritura: De su seno correrán ríos de agua viva ».1 Y el evangelista explica: « Esto
decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él
».2 Es el mismo símil del agua usado por Jesús
en su coloquio con la Samaritana, cuando habla de una « fuente de agua que
brota para la vida eterna »,3 y en el coloquio con Nicodemo, cuando
anuncia la necesidad de un nuevo nacimiento « de agua y de
Espíritu » para « entrar en el Reino de Dios ».4
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