No basta "especializar" a los jóvenes
trabajadores, o sea, hacerlos idóneos para el oficio y la específica
capacitación que requieren las máquinas modernas y la técnica; no basta preparar
técnicos, sino que es necesario formar personalidades. Esta formación no se
agota con hacer del joven obrero un complemento inteligente ―pero subordinado―
de su instrumento; sino que debe hacer de él un hombre completo, reflexivo,
responsable, conocedor no sólo de las realidades mecánicas económicas y
sociales, sino también de las morales y religiosas. El joven que trabaja toma
la vida en serio, demuestra tener sentido del deber, conocer el valor del
tiempo, de la fatiga y del dinero; hacer del trabajo no sólo una ley de vida,
sino un principio de desarrollo personal y social. "El joven trabajador
vale más que todo el oro del mundo": son palabras del cardenal Cardijn tan
experto y benemérito en lo que se refiere a los jóvenes obreros.
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