Nuestra fuerza
interior está en la vocación.
¡Hemos sido llamados! ¡Esta es la verdad
fundamental que debe infundirnos ánimo y alegría! Jesús mismo dice a los
Apóstoles: "No me habéis elegido vosotros a mí, sino yo os elegí a
vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto
permanezca" (Jn 15, 16). (…) La
llamada nos da la fuerza para ser con constancia y fidelidad lo que somos: en
los momentos de serenidad, pero sobre todo en los momentos de crisis y
desaliento, digámonos a nosotros mismos: «¡Animo! ¡He sido llamado! "Heme
aquí, envíame a mi" » (Is 6, 8).
Nuestro gozo es la Eucaristía.
Recordemos
las palabras del divino Maestro a los Apóstoles: "Os llamo amigos, porque
todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer" (Jn 15,
15).
El
sacerdote es ante todo para la Eucaristía y vive de la Eucaristía. ¡Nosotros
podemos "consagrar" y encontrar personalmente a Cristo con el poder
divino de la "transustanciación"; nosotros podemos recibir a Jesús
vivo, verdadero, real; podemos distribuir a las almas el Verbo, encarnado,
muerto y resucitado por la salvación del mundo! ¡Cada día estamos en audiencia
privada con Jesús!
(…)
Finalmente, nuestra preocupación debe
ser el amor y el servicio a las almas, en el puesto que la Providencia nos ha
asignado por medio de los superiores. En cualquier lugar que nos encontremos,
en las agitadas parroquias de las metrópolis, como en los pueblos aislados de
las montañas, allí siempre hay personas que amar, servir, salvar; siempre hay
que meditar en las palabras consoladoras que sellarán nuestro destino eterno:
"¡Muy bien, siervo bueno y fiel; porque has sido fiel en lo poco, ven y
toma parte en el gozo de tu Señor!" (cf. Mt 25, 23).
(Del discurso de
Juan Pablo II a un grupo de sacerdotes de Milan – 21 de abril de 1979)